Se cumple una década del accidente de Angrois, una década sin Dick Turpin. Se fue como lo hacen las leyendas, antes de tiempo pero dejando estela a su paso. El tiempo pasa muy rápido y una década es una eternidad en la era digital, así que unos cuantos de los que leáis estas líneas no sabréis a quién me refiero.
Fue el más prolífico colaborador de este blog, polemista de raza, no rehuía el contacto en la zona. Hubiese encajado mal en esta época de bienquedismo, corrección política y autocensura, de búsqueda del like y la aprobación pública. Él decía siempre lo que pensaba, sin casarse con nadie, más que con el Real Madrid. «Lo que hace grande al club es el espíritu crítico y pejiguero de su afición», repetía. Un espíritu que a veces echo de menos en nuestros días, que se tiende a confundir el amor al escudo con el corporativismo.
Turpin era también uno de mis mejores amigos, compañero de instituto, de farras y de las pistas de basket, donde imitaba cada gesto de su ídolo: Sasha Djordjevic. Le crió la abuela porque tuvo una vida jodida, de esas que asocias a un ghetto de Baltimore más que a un pueblo de la sierra de Madrid. Nunca hablaba de ello ni se quejaba, era tema tabú.
Entre los colegas y el Madrid encontró el camino tras alguna salida de pista. No se le daban bien las chicas, pero hasta eso lo empezaba a encarrilar. La última noche nos tomamos unos copazos en la plaza de Sta. Teresa, en Colme, pero se recogió un poco antes que de costumbre porque al día siguiente madrugaba: pillaba un tren a Santiago, que había quedado con una gachi. Iba en el peor vagón, me dijeron, no tuvo ninguna posibilidad. Hubo que sedar a la abuela para el funeral. Si nadie está preparado para enterrar a un hijo, imaginaros a un nieto al que has criado.
Yo le tengo en mi salón para no olvidarle: la foto de una noche cualquiera en Malasaña, de las que acabábamos en el Honky pidiendo Baba O’Riley; de cuando llevaba el pelo a lo mod, que le quedaba fatal. Hettsheimer, Begic, Pocius y Suárez jugaban todavía de blanco. Twitter ha acabado cerrando por inactividad su cuenta, que se había convertido en una especie de oráculo del madiridsmo, adonde la parroquia acudía en búsqueda de pararlelismos para entender el presente. Así que sus textos y comentarios en este humilde blog son toda la huella escrita que nos queda de su forma de entender el madridismo. Sirvan estas líneas para ayudar a mantener viva esa llama.
Museo Turpin
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