Anoche ví a los Knicks, a mis Knicks. Llegué de trabajar a las 12, justo al comienzo del partido. Me preparé un café, un plan perfecto. Era el primer partido que les veía esta temporada, los albores de la era D’Antoni. Aunque me daba igual, especificaré que el menú consistía en los Milwaukee Bucks, el tipo de equipo mediocre al que debes derrotar para ser alguien.
Era sólo el tercer encuentro del recién comenzado curso 08/09. En los dos primeros: una esperanzadora victoria en casa sobre Miami Heat (último de la NBA la pasada temporada) y una abultada derrota en cancha de los prometedores Sixers. Así, sin una idea muy definida, sin prejuicios y con la ilusión de la primera vez me senté frente al televisor.
El pabellón estaba en silencio. Se escuchaban el bote del balón y el sonido de los aros (bastante maltratados, por cierto). ¿Silencio? ¿Pero si las gradas estaban llenas? Sí, pero no de aficionados (esos animan), sino de turistas. Sin un plan mejor para el domingo por la tarde en Nueva York, con las tiendas y los museos cerrados, el Garden se convierte en atracción turística donde buscar celebridades y ver baloncesto (en este orden).

El partido llegó igualado al descanso, pero Milwaukee se escapó sin gran esfuerzo en el tercer cuarto. Era ya tarde y me levantava del sillón para ir a dormir… cuando Quentin Richardson encestó dos triples seguidos que acercaron a los Knicks. Me quedé, y por unos minutos recuperé la ilusión. Ese fue mi error, el de cada año.
Estuve en el Madison < HREF="http://www.flickr.com/photos/kremaster/sets/72157594327045212/" REL="nofollow">hace un par de años<> viendo un partido de los Knicks contra los Celtics, cuando estos últimos estaban empezando a ser el gran equipo que ha ganado el último anillo.>Mira: http://www.flickr.com/photos/kremaster/272796532/in/set-72157594327045212/